sábado, 19 de julio de 2008

..o quizás es el gustito perverso de lamer el lamento sin ponerte
a llorar.


¡Arriba, bah, carajo! Se averguenza del desdén que le provocó el rechazo. María reza a los pies de su cama y se estremece por un ruido ajeno a su cuarto. Mamá, tengo miedo. (Corre hacia la habitación contigua) ¿Qué dijiste? (La verdad es que, desde un principio, rogaba un abrazo; para la aceptación, resignada incluso, era que aguardaba esa respuesta. Después se enteraría de que daba lo mismo; su madre era una adulteración del presente de María, el retazo de lo que quedaría, las sobras de los mediodías que relucen en sus lunes)
Mamá... ¡No me veas llorar! ¿Por qué viniste?
A veces creo escuchar llantos quebrados filtrándose por todas las paredes que me acunan. Y tengo miedo, mamá, de que alguien me esté mirando. (Nunca dejaba de celar a sus lágrimas; a todos ocultaba, y quién te dice...) Que cuando tenías que estar
te echaste a correr.
Así también se filtra la música. Así, quisiera decir, todo el tiempo. ¡Ah! El verdugo de los amantes y los viejos. Enfermos pendientes del sonido permanente ¡y como si no supieran, tampoco, que todos somos esa muerte! Viví así, conmigo para siempre. Conmigo curándote, conmigo destejiendo ese reloj que te horroriza. ¡María, María, yo soy tu madre!
Y si supieras lo que duele.
Hablaba de ella, de su rezo. Era fea por todas partes, la pobre. No podía dejar de regodearse en su miedo; lo acariciaba con su mano atemporal, así, como respondiendo al pedido de pieles huérfanas, a esos suplicios irremediables. Y si nada cuesta...
¿Por qué no dejarme?

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