sábado, 13 de septiembre de 2008

¿En serio me decís? - Se corrió el flequillo de la cara por primera vez en toda la noche. Hacía seis horas que estabamos juntos. Siete, tal vez. Días, incluso. No podría recordar con precisión. Sé que hacía algo parecido a cantar mientras chupaba el cigarrillo e inclinaba hacia el piso su vaso de alcohol.

¿Qué haces? -pregunté- estás volcando todo.
¿Eh?
Que si te casás conmigo.

(Usted aún no lo sabe; se enterará dentro de unos minutos, tal vez, pero esa era la segunda vez que me atrevía a proponérselo)

¿Qué decís? - cuestionó, como siempre, tan perspicaz, con esa lucidez que lo caracteríza, que lo despierta en los momentos menos apropiados. Y yo, claro está, no dije nada; me dediqué a mirarlo. ¡Ah, callar! Esos silencios que nos eximen del inminente (tardío, a veces, pero siempre inminente) abandono.

-Nada. Que estás volcando todo.

-Ya sé. Aún analízo la opción de pedirte que lo lamas y relamas del piso en cuanto termine de caer la última gota. Y después necesitaría que me beses. Pero que me beses bien.

Volvió a chupar su cigarrillo y hubo un silencio todavía más grande. Tuve miedo de que no quisiera casarse conmigo si lo besaba, si respondía, si me quedaba callada, si me agachaba a lamer esos alcoholes del piso sucio, si después de eso corría, si lo hacía con sorpresiva naturalidad, si decidía taparme la cara, poner música, cambiar de tema, pedirle que parara, que no podía aguantar más. Que dolía. Que ya sabía que de cualquier manera me iba a dejar, que se aburriría, que sabía que me preguntaría que qué podría perder, que odiaba esa respuesta, que lo odiaba más a él, que qué hacía yo ahí, que quería irme, que me abriera la puerta, que no volviera a mirarme nunca más.

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