sábado, 22 de noviembre de 2008

Cumbia, nena.

Criticaba a la luna mirando hacia el piso: mirá vos, la gran puta. Yo me manejo así, decía. O creí haber escuchado. NENA, ¿SENTISTES ESE RUIDO? y por dentro quería momificarla, sentir su vos bronceada y cruda y áspera restándome para siempre con sus juicios ridículos. Era mi familia, insatisfecha (ella, yo, qué mas da). Habra una constante limándo toda esperanza. Lijando toda esperanza. Pudriendo toda fé, saboreando cada lágrima. O quizás no. O eso creí haber creído. Cambia los sentidos de todo lo que toca, y su tragedia es el poder de la elección: oscurecer, oscurecer sólo. La mano que me acaricia es la misma que me azota, y después se desentiende, lo olvida, lo repregunta: ¿NENA, SENTISTES ESE RUIDO?
Solían seducirla imágenes aberrantes proliferándose desde su cabeza hasta sus acciones, desencadenando un circuito de tragedias tangibles e inacabables, perpetuas, mías. El llanto habitual se refugiaba en el baño, donde las literatas fantasmales guardaban silencio y los instrumentistas impartían sólo miradas maternales. Era esa calidez la que buscaba, la que obligaba a desenterrar dolores, materializarlos, humillarlos con aquellas mismas ganas. Nadie lo sabe. O eso esperaba creer. La expresión se mimetiza con el ambiente cuando abro la puerta para salir, y por esa misma razón me cubro. Tal vez esa sea la causa por la que la gente, a veces, decide no morir.

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